Avanza Rafael en la soledad y en la llovizna. Lo ha visto, y se le ha oprimido el alma. Y va hacia él porque no puede permitir que José permanezca allí, como un grito mudo, acosado por el frío, agitado por ráfagas inmisericordes, por esa metralla de chispas que repiquetean en su cara.
Rafael avanza, como lo ha hecho siempre, cuando todos se han marchado. Él y la adversidad, sin testigos ni atenuantes. Como cuando era monaguillo a cambio de pan y leche. Tiene los ojos enrojecidos, y la mirada clavada en José. Y lo va a sacar de ahí porque es una injusticia verlo tiritar a la intemperie.
Avanza Rafael, empapada la frente, helados los puños. Silba el puerto, truena la ciudad, y nadie verá su obra. No repara en los charcos, ni en los volantes que se doblan y se tiñen, ni en los relámpagos que hacen tajos en la sombra gobernante.
Rafael tiembla. Lo toma en sus manos, lo aprieta contra su pecho, y le habla. Y le dice que no lo va a dejar ahí, que lo va a llevar a casa. Y lloran.
José es una fotografía. La plaza es la de Mayo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario